Cuando empieza el curso escolar, en las escuelas, colegios e institutos es habitual que las familias mantengan sus primeras entrevistas con el tutor de sus hijos para conocerlo y transmitirle sus expectativas. Quizás no todas las familias necesiten hacerlo inmediatamente, sobre todo si ya conocen al profesorado y confían plenamente en el proyecto educativo del centro, pero muchas querrán hacerlo en algún momento u otro del curso para intercambiar impresiones sobre los resultados académicos, el comportamiento o la actitud de sus hijos, pues todas quieren lo mejor para ellos y saben que interesarse por lo que aprenden en clase e involucrarse en su educación son medios para ayudarles a conseguirlo.
Leyendo estos días un libro delicioso, A la carta. Cuando la correspondencia era un arte (Barcelona, 2014), una muy interesante selección de cartas de épocas y orígenes diversos, con memorables presentaciones de sus autores, a cargo de Valentí Puig, he conocido la carta que Abraham Lincoln escribió en 1830 al maestro de su hijo, un documento que puede llevar a pensar en las entrevistas de las familias con los tutores a principio de curso.
Querido profesor:
Mi hijo tiene que aprender que no todos los hombres son justos ni todos son sinceros, pero enséñele también que por cada canalla hay un héroe y que por cada político egoísta hay un líder dedicado.
Enséñele que por cada enemigo hay un amigo. Esto llevará su tiempo, mucho tiempo, pero enséñele, si puede, que más vale una moneda ganada que cinco encontradas.
Enséñele a perder y también a disfrutar correctamente de la victoria. Apártelo de la envidia y enséñele, si puede, la alegría de la sonrisa callada.
Enséñele a apreciar la lectura de buenos libros. Pero también a maravillarse con los momentos de silencio y en la contemplación de los pájaros, las flores del campo, los lagos y las montañas.
Enséñele que vale más una derrota honrosa que una victoria vergonzosa.
Enséñele a confiar en sus propias ideas, aunque los demás le digan que está equivocado. Y a que no haga las cosas simplemente porque otros las hacen.
Enséñele a ser amable con los amables y estricto con los brutos.
Enséñele a escuchar a todas las personas, pero que aprenda a discriminar lo bueno de lo malo y, a la hora de la verdad, a decidir por sí mismo.
Enséñele a sonreír cuando esté triste y explíquele que no hay indignidad en las lágrimas.
Enséñele a ignorar las voces de quienes sólo reclaman derechos sin pagar el precio de sus obligaciones.
Trátelo bien, pero no lo mime ni lo adule, porque en el fuego se forja el acero.
Enséñele valor y coraje, pero también paciencia, constancia y sobriedad.
Enséñele a creer en sí mismo, porque sólo así podrá creer en la humanidad.
Entiendo que le estoy pidiendo mucho, pero haga todo lo que pueda. Es un chico tan extraordinario, mi hijo…
Abraham Lincoln
Impresiona y conmueve, sin duda, pero, según parece, esta carta es apócrifa, se le atribuye a Lincoln pero no la escribió él, pues no figura en el listado oficial de sus cartas y, además, no pudo escribirla en 1830, cuando tenía 21 años y no era padre todavía (se casó en 1842 con Mary Todd, con la que tuvo después cuatro hijos). Y, sobre todo, su estilo y su contenido se adaptan demasiado convencionalmente al gusto y a algunas de las necesidades educativas de nuestro tiempo, más que a las del siglo XIX. Por tanto, aunque la carta transmita sensatez y ponderación, no deberíamos caer en la mixtificación de atribuírsela a quien no la escribió, aunque si se hubiera dado el caso, Lincoln bien hubiera podido suscribirla, como tantas familias de nuestros días.
Pero, en fin, puesto que muchas de las ideas que contiene pueden despertar el interés de los lectores de este blog y sugerirles comentarios jugosos, publicamos ahora esta versión de la carta (existen numerosas variantes accesibles en la red, tanto en inglés como en castellano) para abrir el debate y a modo de bienvenida al nuevo curso.