Cuando le oigo decir a alguien que los estudios de Letras “no tienen salidas”, me acuerdo de Sócrates, quien, cuando se le estaba preparando la cicuta, trataba de aprender a tocar con la flauta una melodía especialmente difícil. Algunos de sus seguidores, aunque amaban a su maestro, se dejaron llevar en aquel momento por el sentido práctico de la vida y le preguntaron que para qué quería aprender una melodía nueva si estaba a punto de morir; Sócrates, que no se dejaba gobernar por el sentido práctico, contestó que “por el gusto de aprenderla”. Y esta utilidad que Sócrates, un verdadero sabio, encontraba en aprender es similar a la que, con admirable insistencia, reivindica Nuccio Ordine para los estudios de Letras en los tres libros suyos que recomendamos a continuación.
Nuccio Ordine, filósofo, escritor y profesor italiano (Diamante, 1958), se ha convertido en un referente ineludible en la denuncia de la degradación del sistema educativo occidental y en la reivindicación de los saberes humanísticos. Y estos libros evidencian su valor intelectual, su vocación pedagógica y su pasión por las citas. “Hago decir a los otros lo que yo no soy capaz de decir tan bien, sea por la debilidad de mi lenguaje, sea por la debilidad de mi juicio”: un pensamiento de Montaigne que Ordine suscribe y que le ha llevado a construir estos tres libros con series de fragmentos literarios y filosóficos comentados. Seguramente no son libros perfectos, pero sus muchas virtudes compensan de sobra sus posibles carencias.
- La utilidad de lo inútil
Ordine dedica este ensayo —así lo subraya en la Introducción— “a revelar a los hombres la utilidad de lo inútil o, si se quiere, a enseñarles a diferenciar entre dos sentidos diferentes de la palabra utilidad” (Pierre Hadot). Porque uno es el sentido que le damos a la palabra cuando la aplicamos a las cosas que sirven para un fin determinado (por ejemplo, la utilidad de un paraguas que sirve para protegernos de la lluvia), y otro, el que le damos para referirnos al beneficio inmaterial que provocan ciertas actividades y cosas en la conciencia humana (por ejemplo, la utilidad psicológica de una novela cuya historia nos emociona). Ordine, pensando en los beneficios del saber, entiende este segundo significado como la condición de “todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores”. De hecho, aunque ambos sentidos pueden convivir con naturalidad, la discrepancia se plantea en la actualidad porque los poderes políticos se rigen sólo por la utilidad de las cosas que tienen una rentabilidad práctica y niegan la utilidad que proporcionan los conocimientos humanísticos (los consideran superfluos por no producir beneficios materiales).
Para Ordine, la consecuencia más nefasta de esta hegemonía de la lógica mercantilista entre los gobernantes se manifiesta en las leyes educativas de la mayor parte de países europeos y en la concepción de la Universidad como una fábrica expendedora de títulos. Los saberes clásicos se presentan en nuestra época como conocimientos innecesarios, no contributivos al desarrollo técnico ni adecuados a la sociedad del entretenimiento. El estudio del latín y del griego se ha relegado en la enseñanza, el presupuesto dedicado a la investigación se ha reducido considerablemente y las universidades han entrado en una carrera competitiva absurda en busca de los mejores puestos en el ranking. Y ya puestos a ese trabajo de acoso y derribo de los saberes humanísticos, una vez que las bases del pensamiento occidental empiezan a ignorarse, la filosofía y la literatura llevan asimismo el camino de convertirse socialmente en saberes prescindibles. Y lo mismo podría decirse de la ciencia pura, aquella que nace del deseo de conocer y que no está condicionada por la exigencia empresarial de los resultados prácticos. Este panorama es desolador, pero no podemos resignarnos: no podemos convertirlo todo en mercancía, insiste Ordine, eso sería una aberración. Una sociedad que no valora debidamente los saberes humanísticos está negando los orígenes de su cultura y está abocada al suicidio cultural. Contra este estado de cosas cabe defender la utilidad de lo (supuestamente) inútil y redescubrir los beneficios que conllevan el afán de saber, el gusto por la lectura y la contemplación desinteresada de las maravillas del mundo.
En su campaña dialéctica contra la lógica pragmática de la Europa de nuestro tiempo, Ordine recurre a diversos argumentos tomados de autores clásicos y los agrupa en tres partes; en la primera defiende “la útil inutilidad de la literatura”; en la segunda denuncia la concepción mercantilista de “la universidad-empresa” y de “los estudiantes-clientes”, y en la tercera analiza cómo el afán posesivo puede convertirse en un veneno destructivo de la dignidad humana, del amor y de la verdad. A esas tres partes se ha añadido como apéndice un ensayo de Abraham Flexner en el que se pone de manifiesto que la libertad espiritual e intelectual de los científicos, como la de los artistas, no necesita “otra justificación que el simple hecho de que [sus actividades] sean satisfactorias para el alma individual que persigue una vida más pura y elevada”.
En la primera parte, en su defensa de la utilidad de la literatura, Ordine nos recuerda, entre otras cosas, que “el verdadero amor a la sabiduría es siempre desinteresado” (Petrarca); que “el saber carece de utilidad práctica” (Aristóteles) y que “no hay nada inútil, ni siquiera la inutilidad misma” (Montaigne). Esta primera parte se cierra con el comentario de la anécdota sobre la flauta de Sócrates a cargo de Cioran (págs. 75-76).
En la segunda parte, Ordine sostiene que la visión economicista de la enseñanza ha convertido las universidades en empresas y a los estudiantes en clientes. Para desmontar esta visión, Ordine se ampara igualmente en reflexiones inspiradas por diferentes autores, y así, por ejemplo, apunta que “la crisis no se supera recortando los fondos para la cultura sino duplicándolos” (Víctor Hugo); advierte sobre la tentación de “las bellezas fáciles y los peligros de las democracias comerciales” (Tocqueville), y señala que “la ciencia no estudia la naturaleza para buscar lo útil” (Poincaré).
En la tercera parte, Ordine desarrolla un pensamiento de Montaigne (“Es el gozar, no el poseer, lo que nos hace felices”), y lo aplica a tres ámbitos: el de la dignidad humana, el del amor y el de la verdad, pues en esos tres ámbitos puede verificarse que los seres humanos, cuando son demasiado posesivos, pueden matar aquello que quieren poseer. Respecto a la dignidad humana, Ordine, siguiendo a Demócrito y a Séneca, destaca que “la riqueza y el poder generan falsas ilusiones”y destruyen la dignidad, cuya base, en todo caso, ha de buscarse “en el libre albedrío” (Pico della Mirandola). Para ilustrar la idea de que el afán de poseer a la persona amada mata el amor, Ordine se acoge a un relato de Cervantes, El curioso impertinente, en cuyo argumento el demonio de los celos desencadena la tragedia una vez que se le escucha. En cuanto a cómo la posesividad mata la verdad, bastaría recordarles a los dogmáticos (los que creen ser dueños exclusivos de la verdad) que “la valía del ser humano no reside en la verdad que uno posee o cree poseer, sino en el sincero esfuerzo que realiza para alcanzarla” (Lessing).
En resumen, el concepto de utilidad ha pervertido numerosas actividades y, lamentablemente, cada vez son más las personas que no admiten la utilidad de la literatura o de la filosofía. Pero, de hecho, a juzgar por el éxito que ha tenido este libro de Ordine en todas las lenguas a las que ha sido traducido (lo prueban sus numerosas reediciones), se diría que el público está sediento de conocer argumentos que contradigan las versión oficial sobre el papel que tienen que desempeñar en los planes de estudio los saberes supuestamente inútiles. Y, si eso es así, cabe pensar que no todo está perdido: quedan muchos libros por leer y muchos saberes por conocer. Y mientras algunos seres humanos defiendan la utilidad de lo inútil la esperanza de construir un mundo mejor seguirá viva.
2. Clásicos para la vida
Ordine continúa en este libro su defensa de las humanidades y su lucha por un cambio de orientación de los sistemas educativos. No puede ser más significativo el título de la introducción (“Si no salvamos a los clásicos y la escuela, los clásicos y la escuela no podrán salvarnos”) ni más rotunda su propuesta: los sistemas educativos tienen que cambiar de rumbo y volver al estudio de los autores clásicos porque en ellos podemos encontrar respuestas a las preguntas que más nos inquietan. Los clásicos pueden olvidarse, como ocurrió en la Edad Media, pero no han muerto: sus lecciones siguen vigentes por estar en la base de nuestra civilización; sólo conviene recuperarlos (“Casi todo lo que los hombres han dicho de mejor lo han dicho en griego”, dice Marguerite Yourcenar). Y algunas de las lecciones de los clásicos atañen directamente a los profesores, pues, según Ordine, “la primera tarea de un buen profesor debería ser reconducir la escuela y la universidad a su función esencial: no la de producir hornadas de diplomados y graduados, sino la de formar ciudadanos libres, cultos, capaces de razonar de manera crítica y autónoma”.
El autor se ha impuesto a sí mismo esa tarea educativa no sólo en el aula sino también en los medios de comunicación y en todos los foros en que pudiera llevarla a cabo, y este libro recoge precisamente sus comentarios publicados en la revista “Sette” (semanario del Corriere della Sera), previamente seleccionados de entre los fragmentos leídos en clase a sus estudiantes. Su activismo divulgativo confirma que nunca descuida su vocación pedagógica. Tiene muy presente que “la buena escuela no la hacen las tabletas ni los programas digitales, sino los buenos profesores”. No pueden crearse vínculos recíprocos entre un alumno y un ordenador, pero sí entre profesores y alumnos. Un caso ejemplar de este tipo de vínculos lo representa Albert Camus, quien, cuando recibió el Premio Nobel de Literatura, dedicó su discurso de agradecimiento a Louis Germain, su maestro de Argel. Por propia experiencia Camus sabía que un maestro puede cambiar la vida de un estudiante nacido en un familia humilde, y eso no debe olvidarse.
Tal vez extrañe que en este libro, como en los otros dos que comentamos, no estén representados todos los grandes autores, pero Ordine no quiere armar una antología ni establecer un canon de la literatura universal; su finalidad, diríamos, es más inmediata: los fragmentos escogidos —cada uno presentado en la lengua original en la que fue escrito y con su correspondiente traducción— comunican con claridad lecciones de vida necesarias para los lectores de nuestro tiempo, sin la pretensión de ser los mejores ni los únicos posibles. Además, Ordine ha querido priorizar el fragmento literario por encima de su propio comentario, que se orienta más bien a despertar interés por el autor o la obra de la que procede. ¿Que cuáles son esas lecciones de vida? Veamos algunas.
En un fragmento de El banquete de Platón Ordine encuentra una idea muy fructífera: “el saber no es un don, sino una laboriosa conquista”. De otro diálogo filosófico, La cena de las cenizas, de Giordano Bruno, subraya que “lo importante no es ganar la carrera, sino correr bien”. En La canción de Navidad, de Dickens, advierte que “nosotros forjamos nuestras cadenas y nosotros podemos romperlas”. A los que achacan a otros su propio destino les recuerda, a partir de un fragmento de Jerusalén liberada, de Torcuato Tasso, que “cada cual es artífice de su propia suerte, [y] no se trata de la fortuna”. Del texto escogido del Oráculo manual, de Baltasar Gracián destaca que “sólo la cultura nos salvará del odio”. A quienes, ilusos, confían ciegamente en los poderosos les conviene saber que “la niebla entre el palacio y la plaza es siempre espesa” (Francesco Guicciardini). En el poema “Ítaca”, de Cavafis, se aprende que “lo que importa es el viaje, no la meta”. Etcétera.
Cuando Ordine leía en clase esos breves fragmentos y los comentaba, también brevemente, no pretendía que los alumnos los conocieran para aprobar un examen, no buscaba esa finalidad, sino otra más duradera: que aprendieran lecciones que les sirvieran para vivir mejor y para ser mejores ciudadanos y, a la vez, que se les despertara el interés por los clásicos para formar por sí mismos una biblioteca ideal. Los textos escogidos no pretenden ser los mejores posibles ni siquiera los más representativos de cada autor; Ordine los escoge básicamente en función de su contenido, pero confiando plenamente en el efecto beneficioso que pueden provocar en los lectores.
3. Los hombres no son islas
Este libro viene a ser algo más que una prolongación de los dos anteriores, pues no sólo consiste “en una nueva colección de citas y de breves comentarios” de los clásicos como maestros de vida, sino también en un análisis de la condición humana y de algunos valores que la determinan. El título está tomado de un hermoso fragmento de John Donne que, con razón, ha sido parafraseado en miles de ocasiones:
“Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, una parte del océano. Si una porción de tierra fuera desgajada por el mar, Europa entera se vería menguada, como ocurriría con un promontorio donde se hallara la casa de tu amigo o la tuya: la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad; así, nunca pidas a alguien que pregunte por quién doblan las campanas; están doblando por ti.”
Las imágenes de la isla, del mar y del continente no resultan gratuitas; están inspiradas por la actualidad europea y mundial marcada por decisiones y actitudes políticas egoístas e insolidarias hacia los migrantes y refugiados que tratan de cruzar mares y fronteras para asentarse en un lugar donde vivir más dignamente. “Miles de personas sin voz”, escribe Ordine, “privadas de toda dignidad humana, desafían la aridez de los desiertos, los mares embravecidos y la nieve de las montañas buscando desesperadamente un refugio, un lugar seguro, un cobijo donde poder cultivar la esperanza de un futuro digno. El Mediterráneo —que durante siglos había favorecido los intercambios de mercancías, de lenguas, de cultos, de obras de arte, de manuscritos y de culturas— se ha convertido, en los últimos años, en un féretro líquido en el que se acumulan miles de cadáveres de emigrantes adultos y de niños inocentes” (pág. 12).
Si en Clásicos para la vida los fragmentos comentados subrayaban aquellas ideas que pueden ayudarnos a llevar una vida más equilibrada y racional, en Los hombres no son islas Ordine elige y comenta fragmentos que enfatizan la idea de que vivir significa compartir y ayudar a los otros, es decir, la idea de la solidaridad como uno de los mayores tesoros que los seres humanos pueden disfrutar. Así, a partir de un hermoso texto de Sebastián Castellion (“Cuando los ginebrinos mataron a Servet no defendieron una doctrina: mataron a un hombre”), Ordine subraya que “una doctrina no se defiende matando a un hombre”. De un fragmento de El jardín de los cerezos, de Anton Chejov, destaca que “lo absoluto no existe ni en el teatro ni en la vida”. En el Lamento de la paz, de Erasmo de Róterdam, se sostiene que “quien busca el bien común debe promover la paz”. El texto de Gramsci (“Odio a los indiferentes”) enseña que “vivir es tomar partido”; el de Hemingway (El viejo y el mar) que “la fortuna no se compra, se conquista”; en el Discurso sobre la servidumbre voluntaria (Ètienne de la Boétie) aprendemos que “la llave de la libertad está en manos de los esclavos”, y en el de Paolo Sarpi (“Sobre la función de la Inquisición”), que “las llamas pueden quemar los libros, pero no las palabras”…
Entre tantos textos para releer, si ahora tuviera que escoger sólo uno de los fragmentos seleccionados, uno que fuera como una síntesis de los libros de Ordine, elegiría aquel de Plutarco en el que se nos enseña que “la música y la cultura son más poderosas que las armas”.
“Sabemos, en efecto, que los éxitos más brillantes de los generales sólo son motivo de salvación de peligros inmediatos para unos pocos soldados, para una sola ciudad o, como máximo, para una sola nación, pero nunca hacen mejores ni a los soldados ni a los ciudadanos ni a los que pertenecen a una misma nación. En cambio, la educación, que es la esencia de la felicidad y la causa del buen consejo, se puede encontrar que es útil no sólo para una familia, para una ciudad o para una nación, sino para todo el género humano. Así, en tanto en cuanto el beneficio de la educación es mejor que todas las hazañas militares, en esa medida también es digno ocuparse de ella” (pág. 238).
Como éste, son muchos los fragmentos maravillosos que encontramos en estos tres libros, los suficientes como para compensar las posibles faltas. El reseñista, no obstante, debe señalar la incomodidad que le produce la casi total ausencia de autores orientales (si no nos equivocamos, se cita sólo, muy brevemente, a Zhuangzi, a Kakuzo Okakura y a Saadi de Shiraz), y no basta con decir que no se trataba de reunir una antología de la literatura universal. Muchos clásicos orientales también forman parte de nuestra cultura y sus valores nos enriquecen; ya no podemos elaborar un esbozo de una biblioteca ideal en la que no figuren algunos de ellos.
En fin, si en algún momento alguien pensara que se trata de libros escritos desde la nostalgia —pues su autor defiende la vuelta de los clásicos al aula a la vez que lamenta ciertos usos de las nuevas tecnologías—, tendríamos que decir que esta perspectiva no es justa; no domina en ellos la nostalgia sino la esperanza; se trata de libros escritos contra algunos de los males de nuestro tiempo con el propósito, puesto en el futuro, de corregirlos si se enmienda antes el rumbo de la educación. Algunos dirán que la voz de Ordine está clamando en el desierto y que su lucha está condenada al fracaso… Quizás. Pero mientras haya un solo lector a quien estos libros le emocionen, le sirvan para construir su biblioteca ideal y, en definitiva, lo ayuden a pensar y a vivir, escribirlos no habrá sido un combate inútil sino una tarea hermosa y estimulante. Al menos, como lector, así lo pienso.
F. Gallardo Díaz
[Sobre la defensa de las humanidades, véase también en este mismo blog la entrada Omnia tibi felicia, de 6 de febrero de 2017.]
Tiene toda la razón.
L’autor defensa la utilitat dels estudis de Lletres i els sabers humanístics en un món que cada cop més valora només la rendibilitat pràctica. Critica la concepció de l’educació com a fàbrica de títols i el menyspreu dels coneixements clàssics i la filosofia i literatura. Destaca la importància de valorar la utilitat immaterial que proporcionen certes activitats i coses a la consciència humana i reivindica els beneficis de l’afany de saber i la contemplació desinteressada.