Reseña de Éric Vuillard, La guerra de los pobres, Barcelona: Tusquets, 2020 (edición original 2019), 94 páginas, traducción de Javier Albiñana (en catalán, La guerra dels pobres, Edicions 62, traducción de Jordi Martin Lloret).
«A su padre lo habían ahorcado. Había caído al vacío como un saco de grano. Tuvieron que cargarlo a hombros por la noche, y después enmudeció, la boca llena de tierra. Entonces todo ardió. Los robles, los prados, los ríos, los galios de los taludes, la tierra pobre, la iglesia todo. Él [Thomas Müntzer] tenía once años». Con estas palabras (de prosa concisa y envidiable) abre Éric Vuillard, el autor de El orden del día, 14 de Julio, La batalla de Occidente y Tristeza de la tierra, su nueva novela. Con el estilo, la forma y la base histórica firme a los que nos tiene acostumbrados.
Trece breves capítulos (de 5 o 6 páginas, a veces menos). El más extenso, y para mí el más logrado, «Dios y el pueblo hablan el mismo idioma.»
Un pequeño avance (de la contraportada) donde se nos habla de un predicador, protagonista de la novela, que solo quería justicia: «Año 1524: los campesinos se sublevan en el sur de Alemania. El levantamiento se extiende, gana rápidamente adeptos en Suiza y Alsacia. En medio del caos destaca una figura, la de un teólogo, un joven que lucha junto a los insurgentes. Se llama Thomas Müntzer. Su vida es terrible y novelesca. Pese a su trágico final, similar al de sus seguidores, fue una vida que merecía vivirse, y merecía, por tanto, que alguien la contara». Ernest Bloch recuerda su Thomas Müntzer, teólogo de la revolución, y piensa: momento de leer o releer los Tratados y sermones de Müntzer y La guerra campesina en Alemania de Engels.
(Dicho sea entre paréntesis. Francisco Fernández Buey solía recordar el siguiente paso de «La universidad y la división del trabajo» de Sacristán: «Hoy [1969] es útil subrayar que la utopía puede ser reaccionaria, y, sobre todo, que lo es indefectiblemente cuando la proclaman no hambrientos semianalfabetos-iluminados, sino caballeros letrados instalados confortablemente en este topos, en esta sociedad y cautos en sumo grado en cuanto a tomar riesgos para cambiarla. Thomas Müntzer perdió la vida por su utopía; Th. W. Adorno –y es un ejemplo particularmente digno– ganó con la suya cátedra e instituto»).
Pero no sólo Vuillard nos habla de Müntzer. Hay un cordón que enlaza. También de John Wyclif: «Ya puestos a discurrir locuras, declaró que la esclavitud es un pecado. Luego afirmó que el clero debía vivir en lo sucesivo conforme a la pobreza evangélica. Por último, para acabar de hacer la puñeta a la gente, repudió la transustanciación, pues la consideró una aberración mental. Y, como colofón, concibió su más terrible idea, y propugnó la igualdad entre los hombres». Roma le condenó. «Más de cuarenta años después de su muerte, condenado por el concilio de Constanza, se exhumó su cadáver, se quemaron sus huesos. Seguían profesándole el odio tenaz». Y de John Ball, campesino, discípulo de Wyclif: «Se desconoce la fecha de su nacimiento, no se sabe nada de sus padres, casi nada de él. Su rastro se pierde en el torrente de los destinos anodinos. Hacia 1370 comienza a deambular por las campiñas, a lo largo de los verdeantes valles, entre las colinas. Transita de granja en granja, de aldea en aldea; predica contra los poderosos y los ricos, se dirige a los vagabundos, a los rústicos, a los mendigos». Tiempo después, será detenido, e inmediatamente ahorcado, descuartizado. «No volverá a plantearse la anulación de la poll tax, y la servidumbre no se abolirá hasta pasados doscientos años». Otro olvidado: Wat Tyler: «[…] lleva su hija a casa, la porta en brazos como un cadáver. Se la confía a sus vecinos, y corre, corre por el bosque. Llega al camino y se acuclilla, sin aliento. Se pregunta si el hombre [el recaudador que había arrancado el vestido de su hija “la arroja a un camastro y se cobra. La chica tiene quince años. Es bonita. Ella en sí es el valor. Pero la progenitura de los pobres lo vale nada”] habrá pasado ya, pero no bien se lo pregunta oye el martilleo de un galope… Llega el jinete, Wat Tyler se arroja al camino, alza el brazo ¡y golpea!». Ball y Tyler se encarnan en Cade: «Una noche, Jack Cade busca refugio en un jardín, una sombra avanza, brilla un cuchillo en la oscuridad; el rebelde no es ya más que cadáver». No acaba aquí la cosa. «De inmediato todo se reanuda en Sussex. John y William Merfold llaman a dar muerte a la nobleza y a los curas. Durante el otoño, sus hombres armados con garrotes se reúnen y, en Robertsbridge, impiden al clero que recaude su diezmo, en Eastbourne se sublevan contra el elevado arriendo de las tierras. Rechazan el orden social. A base de milicias, batidas y ahorcamientos, su revuelta será reprimida.»
«Una sesentena de página de ritmo imparable y depuradas de todo lo superfluo», ha señalado Baptiste Liger en Lire. Efectivamente: ritmo imparable, nada superfluo. «Una pequeña obra maestra densa y afilada como un machete. La guerra de los pobres es la historia de una realidad actual que, al mismo tiempo, quema, enfría y desconcierta», ha comentado Grégoire Leménager en Le Nouvel Observateur. Dejemos la metáfora del machete. Tampoco Leménager anda desencaminado.
La portada, a la altura de las circunstancias: No harás nada con clamar, pincel con aguada gris y negra, Francisco de Goya y Lucientes.
Cierra Vuillard con estas palabras: «Una mirada. Un rostro. Una piel. De repente cae el hacha y troncha el cuello [de Müntzer]. ¡Oh!, qué pesada es una cabeza, dos o tres kilos de huesos y de puré. ¡Y cómo salpica la sangre! Empapelarán su cabeza. Arrastrarán su cuerpo por el estrado y lo arrojarán a los perros. La juventud nunca se acaba, el secreto de nuestra igualdad es inmortal, y la soledad, fabulosa. El martirio es una trampa para los oprimidos, sólo es deseable la victoria». Nos la cantará, anuncia. Estamos esperando.
En resumen: no se lo pierdan. Lean… y relean.
(El Viejo Topo, abril de 2021)
Agradezco a Salvador López Arnal la certera recomendación de este libro de concentrada prosa (la buena esencia se guarda en frascos pequeños). La historia de Thomas Müntzer puede despertar ecos de otros rebeldes con causa plasmados en libros breves y maravillosos: el Michael Kohlhaas de Heinrich Von Kleist, el Dubrovski de Pushkin, el Hadji Murat de Tolstoi…, pero, por tratarse en este caso de una rebeldía con fondo religioso, se asocia también con otras guerras y levantamientos alentados por la voz ardiente de los profetas: La cruzada de los niños de Marcel Schwob, Los sertones de Euclides da Cunha, La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa, etc.
En este libro admirable de Éric Vuillard se recuerda que la guerra de los pobres es un continuo, no un suceso episódico. Es una guerra interminable marcada por momentos de fulgor y rabia: separados por el tiempo y el espacio, diversos rebeldes surgen aquí y allá y parecen irse pasando la antorcha que ilumina a los pobres de la tierra y les anima a quitarse el yugo de encima: John Wyclif, John Ball, Wat Tyler, Jack Cade, Thomas Münster… Pero todas estas historias acaban trágicamente, y por eso resulta reconfortante leer los argumentos de Vuillard para contarlas: “La juventud nunca se acaba, el secreto de nuestra igualdad es inmortal, y la soledad, fabulosa. El martirio es una trampa para los oprimidos, sólo es deseable la victoria. Yo la contaré”. Y ese argumento, por si no fuera suficiente la contundencia de su estilo, sostiene el interés del lector y le empuja a leer sus libros.