Ha muerto en Madrid, a los 91 años, Rafael Sánchez Ferlosio. Quizás su nombre, lamentablemente, no evoque para un estudiante de secundaria de nuestro tiempo otra cosa que una vaga referencia a algún fragmento de Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951) leído en clase de Literatura o al tipo de realismo social al que pertenece la novela El Jarama (1955), una novela con la que, a pesar de que obtuviera el Premio Nadal y un gran reconocimiento crítico, su autor mantuvo cierta distancia.a partir del momento en que empezó a recelar del novelista profesional, de aquel que escribe novelas porque como ya escribió alguna ha de seguir en la cuerda. Y, sin embargo, en ese mismo desdén por la literatura profesionalizada y en su visión crítica de lo escrito por él mismo tenemos uno de los aspectos del mejor Ferlosio: el maestro (él lo fue como pocos, con todas sus luces y sombras) capaz de denunciar cualquier atisbo de incoherencia o inautenticidad en el que hubiera podido caer en un momento de descuido. De ese Ferlosio ejemplar que tan pocas concesiones se hacía a sí mismo tendría que hablarse, y mucho, pues a veces decimos que nos faltan referentes morales si no pensamos en Larra, don Antonio Machado o Agustín García Calvo, por poner solo tres ejemplos, sin que haga falta recordar al citarlos que admirar a un escritor o a un filósofo por sus planteamientos morales no quiere decir, naturalmente, estar de acuerdo con todos sus puntos de vista. Y eso lo podemos aplicar también, por supuesto, a Rafael Sánchez Ferlosio, cuya obra como ensayista ocupa muchas más páginas que sus textos narrativos. Pero como creemos que en este blog del Instituto Puig Castellar Rafael Sánchez Ferlosio merece tener un hueco, abrimos estas páginas en su honor con el artículo que Salvador López Arnal, profesor de Filosofía, de Matemáticas y de Informática en nuestro instituto durante más de treinta años, ha escrito sobre la amistad entre Sánchez Ferlosio y Manuel Sacristán, otro maestro de filósofos a cuyo conocimiento y difusión de su obra Salvador López Arnal ha dedicado buena parte de su vida, de su pasión intelectual y de sus escritos.
En la muerte de Rafael Sánchez Ferlosio (1927-2019)
Por Salvador López Arnal
Para Mercedes Iglesias Serrano,
que habló con él con naturalidad sobre el calor del mediodía,
su escoba, su cubo y sus trabajos de limpieza en el palacete familiar,
tres años después de aquel 2 de abril
Siguen ardiendo las pérdidas
He visto al autor de El Jarama tres veces en mi vida (la última vez en Coria del Río, con mi esposa-compañera, Mercedes Iglesias Serrano, con la que estuvo muy afable y simpático, conmigo —la verdad es la verdad, la diga Agamenón, el porquero o el que suscribe— no tanto) y he hablado con él, en total, apenas 15 minutos en mi vida. Tal vez menos. De nada sustantivo.
No conseguimos entrevistarle cuando Pere de la Fuente y yo mismo preparamos el Acerca de Manuel Sacristán. Tampoco cuando, unos diez años después, Xavier Juncosa dirigió los documentales Integral Sacristán. (Se los sigo recomendando a ustedes.)
Como tantas otras personas, aprendí y me emocioné con su obra (de la leída, apenas un 15% de lo publicado), una obra cuya escritura siempre me sedujo pero que no siempre logré entender bien. De hecho, perdonen el atrevimiento, creo que editó en Destino, en alguna ocasión, escritos poco trabajados. Tal vez por amistad con su editor.
No he consultado aún sus Obras Completas. Otra tarea pendiente: leerlas, un plan de trabajo para dos años tal vez.
Aparte de su discusión con Stephen Jay Gould (con algunas aristas demasiado enérgicas y seguras por su parte), sólo le recuerdo un gran error (que él mismo reconoció): su firma —para algunos, entre los que me incluyo, todo un golpe en el alma y en “lo que no podía ser” en aquellos años de movilización antiotánica— en un escrito preparado por Juan Benet favorable a la permanencia en la OTAN en 1986. La amistad le pudo probablemente. (Años después dio una explicación a Francisco Fernández Buey en términos más claros políticamente, relacionados con la correlación de fuerzas y el coraje político.)
Muchas otras personas podrán decir cosas más sustantivas sobre sus escritos.
Me sitúo aquí en otras coordenadas. En sus relaciones con Manuel Sacristán (1925-1985), muy amigo también de su hermano, Miguel Sánchez-Mazas (probablemente también de Chicho), con un apunte complementario relacionado con un escrito (antes una conferencia) de Francisco Fernández Buey (1943-2012).
El autor de la Introducción a la lógica y el análisis formal publicó una reseña (excelente según los estudiosos, también en mi opinión) en el número 23 de la revista Laye: “Una lectura del Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio”. Puede verse ahora en Lecturas (el cuarto volumen de sus “Panfletos y Materiales”), Icaria, Barcelona, pp. 65-86. Ha sido incorporada por Destino como prólogo o epílogo en ediciones del Alfanhuí de los años 90 (no sé si se sigue haciendo).
Ese mismo año de 1953, Sacristán publicó su única obra de teatro, El pasillo, en Revista Española, una publicación que RSF codirigía con Ignacio Aldecoa y (salvo error mío) Alfonso Sastre.
Fueron también en esta época , y en años posteriores, cuando se inicio una correspondencia entre ambos de la que ha sido muy celoso el autor de El Jarama. Una parte de ella, solo una parte, puede consultarse en la biblioteca de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona. Se conserva allí la copia de una de las cartas de Sacristán, solo de una. Fechada el 16 de septiembre de 1963, se abría con estas palabras:
Querido Rafael:
es posible que hoy termine el largo plazo que me ha dado tu paciencia. Digo sólo que es posible, sin estar demasiado seguro de que vaya a terminar y echar al correo esta carta, porque mi obstáculo inhibidor no se ha movido un paso durante todos estos meses. Tampoco es culpa suya, por lo demás; pues, a pesar de mis buenas intenciones, no he podido darle un solo empujón.
Yo no dirigí nunca ad hominem, como tú pareces creer, la pregunta sobre lo que había pasado después de El Jarama. Ni me interesaba como respuesta una historia puramente individual (si es que eso existe), sino razones trasferibles, como tú dices, a cualquier otro escritor. (Del “cualquier” te diré luego más.)
Mi situación, de la que nace mi inhibición, era y es muy diferente. Yo estaba entonces preparando un prólogo para una edición de obras de Heine. En mi estudio de la poesía de Heine había creído ver algo así como un hundimiento “objetivo” —empecemos por soltar imprecisiones, que ya las afinaremos o las retiraremos— de la poesía: que en cierto momento el poeta dejaba de crear al hilo de su vida y bajo el impulso, o sobre el cimiento, de lo ya creado, y se ponía a escribir, digamos, “aposta”. Como el hecho me recordaba otros grandes hundimientos poéticos de análogo o diverso resultado, y como mi formación no es de crítico literario, sino que me ha viciado con la tradicional tendencia filosófica a precipitarse hacia hipótesis, no pude evitar que éstas me acudieran enseguida, presumiblemente atraídas por los muchos huecos de mis conocimientos literarios e históricos.
El traductor de El Capital la cerraba así:
Con este tipo de mediación se superpone a lo que podríamos llamar “intención primaria” de la actividad artística una “segunda intención”, la de producir a toda costa y a ciertos ritmos, que es lo que caracteriza al arte hecho aposta o profesionalmente. Por la acción del aparato de oferta, el público y el escribidor, o, en general, el público y el pseudoartista (incapaz de a chicar con la enferma situación) sienten a priori que un productor comme il faut tiene que producir bastante mercancía. La falsedad de la situación del artista consiste concretamente entonces en que él no es en realidad el total productor de su producto: lo es él en colaboración (de siervo) con la industria del arte, que va desde los fabricantes de papel y celuloide hasta los editores y productores cinematográficos. El artista se encuentra en esa cambiada situación y tendría que crear algo anterior a ella y hasta incompatible con ella. El artista vive entonces una crisis de esa actividad casi imposible. El escribidor, el pintador, etc., se convierten en productores más o menos inocentes de mercancía. Esta mercancía artística queda en mi opinión muy esencialmente caracterizada por la descripción que hay en tu carta: no tiene ser concreto y propio, porque son irrelevantes la problemática concreta, la referencialidad objetiva concreta, etc. El mundo es para esa mercancía tema, materia prima, en vez de problema o fuente de entusiasmo, cólera o tristeza, etc. Puedo añadir un ejemplo más a tu lista de frases profesionales de escribidores, pintadores, etc. De una pieza teatral no “lograda” o “redonda”, es decir, que no cumple aún los requisitos de clasificación de la mercancía, pero a la que ven materia prima, los entendidos suelen decir: “aquí hay obra”. La frase es más sutil, pero no menos siniestra que las que tú recuerdas.
En estas últimas líneas vuelve a aparecer la valoración de un modo obsesivo. Uno de estos días, sin esperar a que contestes, voy a mandarte un par de hojas con una exposición lo más breve y completa posible de mi valoración básica. No creo que ello sea necesario para que sigamos especulando sobre nuestro asunto. Pero la confesión me descargará la consciencia.
Y ahora corto, dejando un montón de cosas colgadas, como se ve por la promesa que acabo de hacer, me ha entrado grande gana de que esto sea una carta, de que haya otras y de que efectivamente me lleguen tuyas y te lleguen mías. Este habrá sido el primer buen resultado del empezar a escribir. Busco ahora mismo un sobre y te mando esto. […]
En sus viajes a Madrid, en los viajes relacionados con su militancia en el PCE en los años sesenta (y acaso antes, finales de los cincuenta), Sacristán solía alojarse en casa de Javier Pradera. Allí conversaban largo y tendido, no sobre asuntos políticos según testimonio de uno de los asistentes, el entonces joven Xavier Folch, un gran cuarteto literario, político y filosófico: Pradera, Sánchez Ferlosio, Sacristán y nada menos que Víctor Sánchez de Zavala. La lingüística y la filosofía del lenguaje eran los temas esenciales en aquellas conversaciones no grabadas y de las que apenas hay testimonios.
Años después, en una conversación con Antoni Munné y Jordi Guiu de 1979 para la revista El Viejo Topo no editada en su momento por decisión del entrevistado y publicada muchos años después en 1995 (en Mientras tanto, núm. 63 por ejemplo; también en Acerca de Manuel Sacristán, Barcelona, Destino, 1996), comentaba Sacristán sobre su amigo y su inhibición en el escribir:
Me acordé, por ejemplo, de que había intelectuales a los que ya mucho antes que a mí les había pasado lo mismo: la inhibición. Sobre todo a uno al que yo quiero mucho, y con el que tengo una gran afinidad y fijación erótica, aparte de que he aprendido mucho de él: Rafael Sánchez Ferlosio. A él el ataque de silencio y de inhibición le había entrado mucho antes que a mí hace muchísimos años. Rafael es un pesimista histórico y radical que piensa que la historia es una larga evolución de mal en peor. Es un antiprogresista al pie de la letra, que piensa que la historia acabará el día que ya no haya peor, en el supuesto de que tenga fin, y si no será una carrera hacia el mal infinito.
A través de la marginalidad y del silencio que yo ya había vivido a través de la persona de Rafael, aunque inconscientemente, me di cuenta de que lo que me pasaba a mí le había pasado ya a él.
Sobre Sacristán y Ferlosio hay un texto, magistral en mi opinión (¡hubiera sido un gran libro!), que no debería pasarse por alto. Doy la referencia: Francisco Fernández Buey, “Ferlosio-Sacristán en el jardín del trágico”. Sobre Manuel Sacristán, Vilassar de Dalt (Barcelona), El Viejo Topo, 2016, pp. 433-486. El autor de La gran perturbación (un ensayo histórico-filosófico que seguro que interesó y gustó a Sánchez Ferlosio) lo abría con estas palabras:
Sacristán Luzón]-RSF [Rafael Sánchez Ferlosio] y el análisis comparativo de sus ensayos para el estudio de la evolución del pensamiento en España en los últimos años del franquismo y los años de la transición.
Parto de la consideración siguiente: MSL y RSF son exponentes de dos de los proyectos intelectuales de mayor interés en la ensayística en lengua castellana de la segunda mitad del siglo XX por: a) el rigor expositivo y la atención a la lengua con que han ido presentando su pensamiento; b) la amplitud de temas y asuntos abordados en sus ensayos y artículos, en particular sobre historia, filosofía y literatura; c) la originalidad de su diálogo crítico con las tradiciones tanto hispanas como europeas; d) lo que uno y otro han aportado desde el punto de vista metodológico y epistemológico en la renovación del pensamiento hispánico.
Creo que está aún por hacer un estudio concreto y detallado de estos cuatro puntos en el ámbito de la historia de las ideas así como un análisis comparativo de los resultados de estos dos proyectos intelectuales que podríamos considerar vías paralelas y que sólo se tocan en algunos momentos puntuales.
Aquí sólo voy a esbozar lo que se podría estudiar a este respecto atendiendo a: 1) la correspondencia que mantuvieron entre ellos a comienzos de la década de los sesenta; y 2) los principales ensayos de uno y otro escritos y/o publicados desde aquella década hasta 1986. MSL murió en agosto de 1985; y 1986 es, por otra parte, la fecha de publicación de varios ensayos más relevantes de RSF: Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado, Campo de Marte, La homilía del ratón y El ejército nacional.
Sobre los momentos puntuales en que estas dos vías paralelas se tocan o parecen tocarse se puede precisar un poco más.
De lo mejor (lo mejor para ser más exacto) que se ha escrito sobre ambos, sin olvidarme de los artículos y trabajos de, entre otros, Laureano Bonet, Jordi Gracia o Álvaro Ceballos.
Finalizo. Sánchez Ferlosio tenía muchísima razón cuando hace unos cuantos años nos advirtió que vendrían más años malos que nos harían más ciegos, más fríos más secos y más torvos. Acertó de pleno, en la diana. Les dejo con su poema
(Campana vespertina)
Vendrán más años malos
y nos harán más ciegos
vendrán más años ciegos
y nos harán más malos.
Vendrán más años tristes
y nos harán más fríos
y nos harán más secos
y nos harán más torvos.
Salvador López Arnal
En los admirables y divertidos Diálogos con Ferlosio, editados por José Lázaro (Madrid, 2019), se menciona una vez a Manuel Sacristán. En entrevista televisiva, Sánchez Dragó le atribuye elogiosamente a Ferlosio haber acuñado el término “tontiastuto”; pero Ferlosio, que alguna vez lo había empleado para calificar a Felipe González, se lo restituye a quien lo usó por primera vez: “Tontiastuto no lo he inventado yo, lo acuñó Manuel Sacristán, me parece que traduciendo unos textos de Adorno, para traducir alguna palabra alemana empleó la expresión tontiastuto”.
Adorno es el filósofo más citado por Ferlosio, pues, no en vano, lo señala como uno de sus cuatro autores preferidos: “Plutarco, Bühler (Teoría del lenguaje), T. W. Adorno, Kafka”. Cuando alude a este tipo de preferencias en sus respuestas, puede sorprenderle al lector que apenas se abunde en argumentos o justificaciones respecto a alguna de ellas. Así, cuando menciona a Kafka como a su autor literario favorito del siglo XX, no se le pregunta a Ferlosio, en ninguna de las cuarenta y cuatro entrevistas recogidas en este libro, por qué le interesa o prefiere a ese autor. La falta de repregunta puede entenderse en las entrevistas contestadas por escrito, pero resulta más llamativa en algunas de las orales. Y esa motivación puede echarse de menos todavía más si se tiene en cuenta que uno de los sentimientos que más afectó a Ferlosio a lo largo de su vida fue el de la vergüenza (“Del pasado no tengo más que vergüenza, de toda mi vida, hasta ayer”), un sentimiento que en Kafka adquiere una categoría trascendente. Cuando es ejecutado, como un perro, Josef K (el protagonista de El proceso), el narrador certifica la certeza de que la vergüenza lo sobrevivirá, precisamente por esa ignominiosa forma de morir. Pero, de hecho, acaso no es extraño que los entrevistadores, casi todos ferlosianos en mayor o menor medida, caigan involuntariamente en la esfera de lo que podríamos llamar la erótica de la inteligencia. De la misma manera que suele hablarse de la erótica del poder para aludir al magnetismo que ejercen quienes ostentan poder político sobre aquellos que se acercan a su órbita, podría hablarse de la fuerza de atracción que desprende una inteligencia poderosa. Esto explicaría que el entrevistador se trague, a veces, algunas de las preguntas previstas y que, cohibido o fascinado, entre en una especie de sometimiento o adormecimiento temporal de la capacidad crítica ante la fuerza dialéctica del maestro. Al lector puede, pues, sorprenderle que cuando Ferlosio declara no haber leído a Proust, que no es un autor del montón, el entrevistador no intente escarbar en los motivos de esa desapetencia (¿falta de curiosidad?, ¿falta de ganas?, ¿prejuicios?…).
Pueden echarse de menos esas u otras muchas preguntas cuyas respuestas quisieran conocer algunos lectores, pero es difícil que este libro defraude a quien lo lee convencido de que Ferlosio es un escritor imprescindible y un ciudadano admirable. Un maestro ejemplar. Podrían aducirse muchas de sus lecciones magistrales, pero baste con la siguiente.
Uno de los entrevistadores, José Antonio Gabriel y Galán, le pregunta por su definición o indefinición ideológica, y Ferlosio responde: “Los necios e intolerables hagiógrafos de Antonio Machado que han llamado a Machado con expresión que avergüenza repetir, “Antonio Machado, el bueno, han reparado, como tontos que son, en un verso de su autorretrato (“soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”), sin percatarse de que el verso interesante es justamente el anterior: “…Y más que un hombre al uso que sabe su doctrina”. La indefinición ideológica que uno trata de conservar, no como virtud, sino como vigilia y principio de fecundidad, es lo que no podría estar mejor definida que en esto de tratar de no ser nunca un personaje que se sabe su doctrina. El hombre que se sabe su doctrina es éticamente comparable a un prontuario de recetas, que tiene preparadas sus respuestas aún para lo más imprevisible, y cuya motivación no es más que estar prevenido para recuperar, vengan como vengan las cosas, su equilibrio de conciencia. […] Quien se sabe su doctrina no ha construido ninguna ética, sino que se ha prevenido de antemano contra el asalto de toda situación ética. Este es en el mejor de los casos —que no digo que sea el mío, más que en aspiración— el contenido de la indefinición ideológica”. Si bien esta explicación resulta oportuna y un modelo de cómo Ferlosio se revuelve contra los tópicos y los encasillamientos, quizás cabría añadir que, durante algunos años, al menos para algunos lectores de izquierdas “que sabían su doctrina”, lo de “bueno” aplicado a Antonio Machado quería contener una connotación política y literaria además de una referencia a la bondad de carácter: Antonio Machado sería “el bueno” por ser republicano y su hermano Manuel, “el malo”, por sus posiciones políticas durante y después de la Guerra civil.
Esa lectura crítica de los versos de Antonio Machado declara la insobornabilidad de Ferlosio, su irrenunciable independencia de criterio, uno de los rasgos más marcados de su actividad intelectual. Fernando Savater, citado por José Lázaro en el prólogo del libro, lo dice de manera rotunda: “Quiero suponer para tranquilidad de mi alma que todos los seres humanos somos únicos e irrepetibles, pero a pocos se nos nota tanto esa condición ejemplar como a Rafael. Cuando alguien dice “yo pienso” o “yo creo…”, la mayoría de las veces debería en realidad decir: “yo repito…”. No es el caso de Ferlosio: entre tantos como hablan de oídas, él habla “de pensadas”. No pretendo decir, desde luego, que acierte siempre, ni siquiera que acierte más que los demás: lo que quiero señalar es que atina o yerra por sí mismo, no en forma colegiada”.
Quien quiera comprobar la certeza de la apreciación de Savater no tiene más que leer estos estimulantes Diálogos con Ferlosio, un resumen complementario, no sustitutivo de sus libros, con las opiniones intempestivas del autor sobre la Historia (entendida “como una serie de dominaciones”), polemología (las guerras de Estados Unidos contra Irak, Afganistán…), los nacionalismos (descritos como pulsiones narcisistas), las secuelas del imperialismo, la organización de costosos acontecimientos con coartada cultural o histórica (Expo del 92, V Centenario, Olimpiadas…), el uso político de las victimas de cualquier conflicto, la perversión de la mirada de la infancia (dibujos de Walt Disney), los deportes agónicos (aquellos en los que se busca el triunfo sobre el supuesto rival), la exaltación de la cultura de la victoria, etc. En definitiva, un Ferlosio revulsivo y nada complaciente ni con el gusto ni con los valores dominantes.