Solenoide: un libro tiene que pedirte una respuesta

Mircea Cartarescu, Solenoide. Editorial Impedimenta. Madrid, 2017. Traducción de Marian Ochoa de Eribe.

Antes de leer esta novela conocía poco a Mircea Cartarescu: sólo había leído un libro suyo, Por qué nos gustan las mujeres, un conjunto de relatos al que me llevó el cebo del título, que vagamente me recordaba Queremos tanto a Glenda, de Julio Cortázar; ahora, después de leer Solenoide, empiezo a conocerlo mejor.

El resultado es que al acabar Solenoide puede tenerse la sensación de haber ascendido a un Everest literario y de haber vivido una experiencia magnética (aunque, a ratos, la novela parezca magmática y canse por la reiteración de algunos materiales). Si un libro tiene que ser como un hachazo para romper el mar helado que todos llevamos dentro, como quería Kafka, Solenoide consigue con creces ese objetivo.

Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956)

Dicen que para subir a la cima del Everest se necesitan unos 40 días (sobre todo para aclimatarse a las alturas); no sé si en ese tiempo algunos escaladores, mientras ascienden por sus laderas, se sienten asediados por las dificultades, el cansancio o la tentación de abandonar. Habrá habido de todo, como habrá todo tipo de respuestas y reacciones mientras se arma el puzzle llamado Solenoide. Pero quien no llega a la cima o no acaba de montar el puzzle no podrá saber lo que se experimenta al final de la experiencia. Por esa razón, si tuviera que dar un consejo sobre este libro a alguien de quienes componemos el grupo de lectura del Puig Castellar, no podría ser otro que este: “Persevera, amigo, y verás recompensados tus esfuerzos”. Un poliedro no se conoce mientras no se han visto todas sus caras. Y Solenoide tiene muchas; a continuación se habla de algunas de las más evidentes.

solenoide.- Bobina cilíndrica de hilo conductor arrollado de manera que la corriente eléctrica produzca un intenso campo magnético. (DRAE)

El protagonista de esta novela es un buscador: busca en los libros y en los encuentros azarosos la llave que le permita escapar de la prisión de este mundo. Trabaja como maestro de Lengua rumana en una escuela de las afueras y vive solo en una casa en forma de barco de la calle Maica Domnului. Después de disfrutar del prodigioso efecto levitatorio que produce el solenoide enterrado en los cimientos de su casa, va localizando por casualidad los otros cinco solenoides esparcidos por Bucarest y, sobre un plano de la ciudad desgastado por el uso, coloca envoltorios de bombones para marcar la ubicación de cada uno: el Instituto de Medicina Legal Mina Minovici, la casa de Palamar, al fondo del barrio de Pantelimon, la escuela del barrio de Colentina en la que trabaja, etc. Todos estos nombres de lugares bucarestinos y otros muchos, si al principio causan extrañeza al lector foráneo, acaban resultándole familiares a fuerza de repetirse como centros de interés, pues, efectivamente, si el protagonista de la novela es el narrador (sería un error de perspectiva identificarlo totalmente con el autor, más bien se diría que es uno de sus posibles desdoblamientos), el pernicioso antagonista contra el que lucha es la ciudad de Bucarest:

“…deambulaba aturdido entre unos edificios en cuyo avanzado estado de ruina no reparaba todavía y entre transeúntes cuya melancolía no percibía. Tenía que conocer mejor esa ciudad en cuyo caos, entre el perímetro de tres cinematógrafos, habían reconstruido mis padres, procedentes del campo, su pueblo. Por eso compré el plano y lo estudié luego tardes enteras, hechizado y aterrorizado por el gran laberinto bucarestino, en avanzado estado de ruina, dibujado allí con tanta minuciosidad que podías distinguir no sólo las calles, los ríos y los lagos de los planos convencionales, sino cada edificio por separado, con sus apartamentos, sus cocinas y baños, con la mugre de las paredes, con los zapatos en el recibidor, con la ropa de los armarios, con las hilachas de la ropa y con las hebras microscópicas que forman las hilachas, y con las ramas y hojas de cada árbol, con los nervios de cada hoja y sus manchas de tanino en forma de cara, de nubes o de lejanos países africanos” (págs. 746-747).

En ese fragmento puede apreciarse la mirada penetrante del narrador, una mirada de entomólogo: capta el alma de la ciudad en toda su podredumbre y, al mismo tiempo, registra todo tipo de realidades, desde las más visibles a las aparentemente más insignificantes, los accidentes geográficos, la tristeza inmemorial de los transeúntes y la belleza escondida en las manchas de las hojas de los árboles. (Como decía Salvat-Papasseit, res no és mesquí, y Dios, el Diablo y las raíces de la poderosa escritura de Cartarescu están en los detalles.) Pero es que, además, se encuentran aquí algunas observaciones que definen la relación del personaje con su ciudad: deambulaba aturdido, hechizado y horrorizado… Este deambular solitario y aturdido en medio de la multitud es un motivo clave de la novela contemporánea ambientada en la gran urbe (así, por ejemplo, en Hambre, de Knut Hamsun, cuyo narrador protagonista busca respuestas, merodea sin rumbo por las calles de Cristianía/Oslo y se aferra a la escritura como tabla de salvación). En cuanto a sentirse hechizado y horrorizado al mismo tiempo es un estado, aparentemente contradictorio, propio de quien se siente atrapado por la complejidad de la realidad y palpa en la oscuridad del túnel buscando el camino de salida. Otras palabras icónicas que aparecen en ese fragmento: ruinas, caos, laberinto… Expresan una visión del mundo.

Barrio de Pantelimon donde vive Palamar.

El hecho de que la ciudad parezca caerse a pedazos podría conducir a una interpretación política de la novela, cuya acción principal se desarrolla básicamente durante el periodo de Ceausescu (!965-1989). Así lo recuerdan los retratos de personajes que cuelgan de las paredes de la escuela en la que trabaja el protagonista, las periódicas campañas patrióticas de recogida de botellas, la prepotencia y la ostentación de los maestros miembros del Partido Comunista, o la beligerancia con que la policía secreta persigue a los piquetistas. Es decir, los edificios ruinosos y abandonados serían una metáfora de la descomposición de un régimen corrupto e ineficiente. Pero el narrador no fomenta esta línea interpretativa con comentarios explícitos ni sobreactúa como los populistas. No duda, en cambio, en desvelar las legiones ocultas de chupópteros que, como los ácaros, parecen labrar desde el subsuelo la descomposición moral y física de la ciudad. De esas fuerzas ya le había hablado  su primer mentor, Traian, en el sanatorio de tuberculosis, cuando niño, pero el narrador no las describe hasta el final, en el momento en que quedan desarmadas y desnudas como alacranes desconcertados cuando se levanta la piedra que los cubría. Al fin y al cabo, los parásitos, como aquellos de los que habla en la primera línea (“He cogido piojos otra vez”), constituyen un elemento recurrente en toda la narración, no tanto como elementos simbólicos sino como seres vivos reales que le fascinan por su persistente y ubicua presencia, la infinita variedad de sus formas y la imposibilidad de comunicarse con ellos (como pone de manifiesto el experimento en la casa de Palamar, un verdadero y dramático viaje al corazón de los ácaros).

Los ácaros que estudia Palamar.

Palamar encarna al viejo sabio secreto, solitario y silencioso, dedicado al objeto de su estudio con una intensidad y una pasión rayanas en la demencia: igual que el alquimista capaz de experimentar en sí mismo el veneno cuya fórmula persigue, Palamar cría sarna en su propia piel para tener un mayor conocimiento de este parásito, sobre el que escribe la mayor monografía de todos los tiempos.  Además, Palamar, que hechiza por su discreción y su inquietante saber, es el verdadero padre intelectual del protagonista, aquel que lo conduce desde la distancia y trata de ayudarlo a salir del laberinto. Representa lo mismo que Virgilio representa para Dante en la Divina Comediapues si Dante se sentía extraviado en una selva oscura, el protagonista de Solenoide se encuentra extraviado entre dos realidades que se comunican entre sí hasta complementarse: la diurna (la del trabajo en la escuela, las relaciones familiares, el deambular por las calles, etc.) y la nocturna (los sueños, los miedos, el desasosiego, etc.). Con el mismo asombro con que Alicia penetra en madrigueras y traspasa espejos en los libros de Lewis Carroll, el protagonista de Solenoide recorre sótanos, túneles, pasadizos, galerías y edificios abandonados; contempla “el mundo como un enigma, como un laberinto, como una pregunta que exige imperiosamente una respuesta” (pág. 267) y va registrando minuciosamente, por si acaso, todo aquello que encuentra a su paso por desagradable, monstruoso o sórdido que parezca. Cuando cree haber encontrado alguna clave, su emoción impaciente se identifica con la de Edmond Dantés (El Conde de Montecristo) mientras escucha golpes al otro lado de la pared de su celda.  En sus recorridos por el mundo de las sombras confluye en algunos momentos con los piquetistas, esa especie de secta que se manifiesta contra el dolor y la muerte: “¡Muera la muerte!”, gritarían si sus voces no estuvieran acaparadas por un grito más desesperado y contundente todavía: “¡Socorro!” (la palabra que gritan centenares de voces a lo largo de diez páginas del libro).

Cartarescu es un explorador de los senderos luminosos y de los abismos sombríos de la mente humana. Su afición a los laberintos y a los enigmas matemáticos nos recuerda a Borges y su obsesión por los túneles oníricos, a Víctor Hugo, que sigue al Jean Valjean fugitivo por  las cloacas de París en Los miserables. Pero también a Sabato, autor de El túnel (“…en todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario, el mío”) y de Sobre héroes y tumbas, por cuyas páginas transitan los pasos angustiados de Fernando Vidal a través de los canales subterráneos de Buenos Aires. Estos y otros autores resuenan como latidos entre las páginas de Solenoide, pues en la búsqueda de respuestas, Cartarescu ha leído todos los libros posibles y algunos de ellos, hitos de su formación, aparecen citados en la novela; por ejemplo, Nietcha Nézvanova, de Dostoievski, El tábano, de Ethel L. Voynich, o los diarios de Kafka. Del libro de Dostoievski el narrador toma el ejemplo de Efimov, el violinista mediocre que le sirve de modelo de artista fracasado. De El tábano se dice que, además de haberle hecho llorar como ningún otro libro, se convirtió en “la primera pieza del motor metafísico” de su escritura. En cuanto a los diarios de Kafka, son una fuente constante de inspiración para su escritura y para su vida.

Las tentaciones de San Antonio, obra de Dalí a la que se alude en dos o tres ocasiones en la novela.

La búsqueda de un estilo propio por parte de Cartarescu es, al mismo tiempo, la búsqueda de una respuesta a las obsesiones del protagonista de Solenoide, sin que ambos, como se pone de manifiesto al hablar del fracaso del poema La caída, deban confundirse. En la noche del 24 de octubre de 1977 Cartarescu y su doble se separan literaria y vitalmente. Esa noche, el narrador protagonista, ante un público de lletraferits que se reúnen bajo el nombre de Cenáculo de la Luna, lee su primer y único mapa de su mente (pág. 40). El fracaso hunde al poeta en ciernes y le sirve de excusa para compararse con el mediocre Efimov de Dostoievski. Desde entonces, Mircea Cartarescu empieza a construir su trayectoria como novelista de éxito, pero uno de sus yoes queda maltrecho, dolido y resentido. De esa herida le supurarán centenares de páginas recogidas en cuatro cuadernos en los que incorpora el registro de algunos sueños y pesadillas  recurrentes: el manuscrito de Solenoide. Son páginas escritas por un sosias de Cartarescu, una especie de doble fracasado que se pregunta angustiosamente por el sentido de la vida, por el sentido de los sueños, por el sentido del azar y de los encuentros casuales… y por el significado del Manuscrito Voynich, el libro más misterioso de todos los libros, entre otras cosas, por estar escrito en una lengua que no ha sido descifrada.

Páginas del Manuscrito Voynich

Para Cartarescu, encontrar un estilo, su voz, representa la salvación por la palabra; para su doble, el narrador de Solenoide, la salvación finalmente no estará en la palabra, sino en la vida. Ha escrito cuatro cuadernos en los que ha ido acumulando sus reflexiones, sus miedos (“Siempre he tenido miedo, un miedo puro, surgido no de la idea del peligro, sino de la vida misma”, pág. 69) y la búsqueda del libro definitivo que podría salvarlo (por un momento cree haberlo encontrado en el Manuscrito Voynich, pero no es así). La salvación para Cartarescu puede estar en los libros, pero su doble escoge la salvación por el amor de Irina y por su hija, la pequeña Irina. Así que, efectivamente, Irina resulta ser la Beatriz que guía al doble novelístico de Cartarescu hacia la vida nueva, es decir, hacia la paternidad. El doble de Cartarescu quema sus manuscritos (el libro que estamos leyendo, Solenoide) y descubre el valor de la vida:

“Permanecería atrapado para siempre en este valle. Pero ahora sabía que no habría marchado solo, que estaba unido a través de la hermandad y el amor a todos mis semejantes, a los de la fila de la muerte, a aquellos cuya huella en este mundo se extinguiría enseguida. A los piquetistas, a mis colegas, a cada uno de los rostros que había visto alguna vez. No habría partido sin mis Irinas, que iluminaban ahora mi vida. Porque solo cuando mi manuscrito se destruyó entre las llamas empecé a sentir que tengo de verdad otra vida” (pág. 784).

Esas líneas, que se escriben después de la asombrosa desaparición de la ciudad muerta, le sirven de respuesta y de consuelo también al lector. “Permanecería atrapado”, nos dice el narrador: no hay escapatoria posible de la prisión de este mundo; la vida no está en otra parte: hay que vivirla aquí, en este mundo, en la hermandad y el amor a todos los semejantes. Ya no le hace falta seguir llevando el libro de registros de sus búsquedas, su manuscrito; por eso decide quemarlo. Parece, pues, haber leído el epígrafe inicial de la novela, las versos de Tudor Arghezi: “Amado libro, tan infecundo,/ no ofreces respuesta a ninguna pregunta” . Puestas al principio de su novela, Cartarescu parece advertir con esas palabras que un libro no es un oráculo al que haya que preguntar nada. Y para rematar esa idea, más adelante, el narrador afirma: “Un libro tiene que pedirte una respuesta” (pág. 263), es decir, que es el lector el que tiene que dar respuesta a las preguntas que el libro pueda plantear y no al revés. Con estos mimbres, el lector de la novela ya sabrá a qué atenerse cuando se le pregunte, como Irina a su amante, si prefiere el arte o la vida. La gran literatura, aunque hable de grandes tragedias, monstruosidades y dolores, siempre es una forma de afirmar la vida, de defenderla y de perpetuarla. Pues la vida es más grande que cada una de sus manifestaciones. Seguiremos hablando de Mircea Cartarescu; le debíamos una respuesta y le agradecemos la lección práctica que nos brinda en Solenoide: un autor tiene que escribir sin pretender gustar a nadie más que a sí mismo. En esa actitud, tan rara en nuestro tiempo, radican su libertad y el motivo de nuestra admiración.

F. Gallardo