El centenario del nacimiento de un autor puede ser una ocasión propicia para leer o releer alguno de sus libros. Para leer a Juan Rulfo (1917-1986) no se necesitan excusas; si no se tiene tiempo, uno se lo inventa: releerlo es un placer garantizado. En nuestro club de lectura comentamos el último miércoles de noviembre El llano en llamas y Pedro Páramo. Dejemos escrito aquí algo de lo que allí se dijo antes de que el tiempo y la desmemoria se cobren su parte. Esos dos libros juntos no superan las 250 páginas; si a ellas se añaden las 50 de El gallo de oro (novela corta), tendremos la casi totalidad de lo que Rulfo nos dejó como herencia literaria (no hablaremos ahora, por valiosos que sean, de documentos personales como sus Cartas a Clara ni de su extraordinario legado como fotógrafo, del que damos alguna muestra más abajo).
El llano en llamas (1953) recoge diecisiete cuentos ambientados en el mundo rural del estado de Jalisco. Sus personajes son, en general, campesinos que tratan de sobrevivir en un medio hostil azuzados por la pobreza, la violencia, las supersticiones religiosas y la aspereza de la tierra, a veces con el telón de fondo de la Revolución mexicana (así, en el que da título al conjunto, “El llano en llamas”). Algunas de las historias se cuentan en primera persona (“Es que somos muy pobres”, “Macario”, “Talpa”…); otras en tercera (“El hombre”, “La noche que lo dejaron solo”..); en otros cuentos predomina el diálogo entre dos personajes y la figura del narrador queda relegada (“El día del derrumbe”, “No oyes ladrar los perros”…). En todos ellos admira el lenguaje, tocado por la gracia, la exactitud y la expresividad, como si no fuera fruto de artificio del novelista sino emanación natural del alma de cada personaje. Pero al leer la novela después de conocer estos cuentos el lector puede pensar que aunque son relatos autónomos, independientes, con un sentido en sí mismos, parecen un aperitivo o una preparación para adentrarse en el mundo de Pedro Páramo (1955), no sólo porque unos escenifiquen enfrentamientos entre padres e hijos (“Paso del norte”, “En la madrugada”, “La herencia de Matilde Arcángel”…) y otros giren en torno a la venganza como forma más inmediata de resolver conflictos (“¡Diles que no me maten!”, “Acuérdate”…), sino porque en algunos de ellos (“Nos han dado la tierra”, “Luvina”…) se entrevén la maldición, la esterilidad y la tristeza que se ciernen sobre Comala, ese infierno en la tierra en el que se desarrolla la novela.
Cuando treinta años después Rulfo visitó San Gabriel, el pueblo de Jalisco donde había transcurrido su infancia, se quedó conmocionado. El pueblo se había despoblado; había pasado de tener más de siete mil habitantes a tener unos ciento cincuenta. El olvido y la soledad parecían haberse adueñado del lugar. De esa imagen desolada y polvorienta nació en su imaginación Comala, palabra que remite a una pequeña ciudad del estado de Colima, pero también a un comal, es decir, a un plato de cerámica tradicional que se pone sobre las brasas para cocer o calentar las tortillas de maíz. Y en esa Comala imaginaria a la que llega Juan Preciado en busca de su padre sitúa Rulfo la historia de su personaje principal, Pedro Páramo, nombre y apellido igualmente cargados de significación: Pedro deriva de la palabra latina petrus, piedra, y en cuanto a un páramo, es un tipo de terreno yermo, seco y desamparado. Por eso, como ya quedamos advertidos por el título, no nos extraña que algunos de los personajes que encuentra Juan Preciado en el secarral de Comala se deshagan como si estuvieran hechos de tierra y otros se desvanezcan como si fueran de aire. Y, en fin, como los topónimos no suelen ser gratuitos y su significado originario puede servir para comprender mejor el paisaje, tampoco resultará extraño descubrir que la palabra Jalisco, de origen náhuatl, significa “en el arenal”.
La novela se compone de setenta viñetas de desigual extensión protagonizadas por distintas voces narrativas y diversos puntos de vista. Con ese desorden formal el autor nos recuerda que la complejidad de la realidad no puede abarcarse en su totalidad desde un solo ángulo. El tiempo narrativo no sigue siempre un curso lineal, sino que algunos fragmentos se intercalan sin continuidad cronológica con los anteriores. Se trata de reproducir un microcosmos social y humano violentado, roto, del que parecen faltar algunas piezas que el lector tiene que imaginar. De hecho, este tipo de estructura (aparentemente caótica, pero muy planificada) requiere una lectura más atenta y menos confiada frente a lo que dicen algunos personajes (por ejemplo, cuando se alude al supuesto matrimonio de Susana San Juan… ¿fue un hecho real o son figuraciones de ella?).
El arranque del relato no puede olvidarse: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera.” Así que ya sabemos que Juan Preciado, que no lleva el apellido paterno sino el materno (además de llamarse como el novelista), habla desde Comala (dice “vine”, no “fui”, como Rulfo había escrito inicialmente), adonde llega siete días después de la muerte de su madre. De sus palabras deducimos que nuestro narrador no parece haber sido educado en el respeto a su padre (“un tal Pedro Páramo”), y adentrándonos en la novela entenderemos por qué es esto así: Pedro Páramo le había arrebatado sus propiedades a Dolores Preciado antes de repudiarla. Además, Juan le ha prometido a su madre en el lecho de muerte que buscaría a su padre, y esas promesas suelen considerarse sagradas a poco que uno tenga dignidad. Esto nos proporciona una de los temas de la novela: la búsqueda del padre a quien no se conoce. La madre le ha imbuido a Juan la nostalgia de Comala y le ha dado su manera de ver el mundo (“Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver”) y sus recuerdos del lugar, pues le dijo: “Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche”. Y al toparnos con este pasaje resuena en la memoria la descripción del Edén en la Biblia: “Había plantado el Señor Dios desde el principio un jardín delicioso […] y en donde había hecho nacer de la tierra misma toda suerte de árboles hermosos a la vista, y de frutos suaves al paladar”. Por si no fuera bastante, para acabar de convencerlo, su madre, mientras agonizaba, le ha prometido a Juan que “allá [en Comala] me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz.” Con estos alicientes, ¿cómo podría Juan resistirse a reencontrarse con su madre en una Comala paradisíaca? De hecho, en este momento podemos empezar a dudar de qué busca Juan Preciado en Comala: ¿encontrar a su padre, recuperar el paraíso perdido donde nació o volver a escuchar la voz de su madre?
Respecto a que Comala pueda ser un paraíso perdido como su madre le había hecho creer, muy pronto conocerá Juan Preciado el gusto amargo de la desilusión. Cuando se va acercando al pueblo se cruza con un arriero, Abundio, con el que entabla conversación. Al quejarse Juan del calor asfixiante (“Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias”), el arriero le contesta con una coda cargada de humor negro: “Sí, y esto no es nada […] Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.” No, Comala no es el paraíso, sino un comal, la tapadera del infierno mismo, y Juan encontrará allí el reverso de todo lo que busca. Para empezar, ni siquiera se interesa cuando Abundio le dice que también él es hijo de Pedro Páramo, a quien define como “un rencor vivo” o, lo que es lo mismo, según sabremos más adelante, un rencor que sigue viviendo después de que quien lo provocó y quienes lo sufrieron, como el mismo Abundio, hayan muerto. Un rencor eterno.
Tras el encuentro con ese hermano sobrevenido que le informa también de que “Pedro Páramo murió hace muchos años”, Juan Preciado, que no reacciona ante la noticia (como si no la hubiera oído o le resultara indiferente), entra en el pueblo y se sorprende de la desolación que emana. Le llama la atención que no haya niños jugando por las calles (no hay pueblo más triste que aquel que se ha quedado sin niños) y empieza a vislumbrar presencias furtivas que rehúyen el contacto; los tejados de las casas están hundidos y las puertas desvencijadas. Una mujer, Eduviges Dyada, le revela que él tenía que haber sido hijo suyo: “Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre. ¿Nunca te platicó [tu madre] nada de esto?”. “No. Sólo me contaba cosas buenas. De usted vine a saber por el arriero que me trajo hasta aquí, un tal Abundio.” Eduviges le cuenta cómo su madre en la noche de bodas le había pedido que la sustituyera en el lecho matrimonial, y así lo hizo sin que el marido, Pedro Páramo, advirtiera la sustitución por estar borracho. Más tarde descubrimos que todo esto Juan Preciado, muerto (de espanto) a los dos días de haber llegado a Comala, se lo está contando a alguien, ¿a quién? A Dorotea, la alcahueta, que ha sido enterrada en la misma tumba que él. A partir de ese momento ya tenemos una clave de la novela: en la conversación que van tejiendo Juan Preciado y Dorotea se van intercalando voces procedentes de otras tumbas vecinas. Y, además de esas voces de difuntos que suenan leves como murmullos (Rulfo había pensado inicialmente en titular su novela Los murmullos), se intercala cada vez con más frecuencia el relato fragmentado de un narrador omnisciente cuyo nombre no llegamos a conocer pero a quien Rulfo ha querido colocar al mismo nivel y con el mismo crédito que a sus personajes de ultratumba. La función principal de este narrador es reconstruir, desde el punto de vista de algunos de los personajes principales, diferentes etapas de la trayectoria de Pedro Páramo y retratarlo en su condición de cacique despótico y de propietario de la hacienda y de la vida de las gentes del entorno, es decir, como un señor feudal taciturno, cruel y libidinoso. Por eso el destino de Comala y de sus habitantes depende de su arbitrio: él decide vengarse y dejar morir a Comala cuando observa que los lugareños celebran una fiesta en lugar de guardar luto por la muerte de Susana San Juan, a quien había forzado a compartir el lecho después de haberla deseado desde niño sin posibilidad de ser correspondido. Pedro Páramo no concibe vivir el duelo por Susana sin vengarse de Comala: “Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.” Y ese pueblo muerto es el que encuentra Juan Preciado cuando llega para reclamarle su parte a Pedro Páramo: “No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”, le había exhortado su madre.
Como pasa con todas las grandes obras, las interpretaciones y los comentarios de esta novela no pueden agotar sus significados. En cada nueva lectura, en cada nuevo comentario, acaba por descubrirse siempre algo nuevo en ella que se nos había hurtado la vez anterior. Sin tratar de enumerar todas las líneas temáticas que la recorren, nos conformaremos con señalar algunas.
Las relaciones padre-hijo aparecen bajo diferentes configuraciones. Juan Preciado y Abundio Martínez representan dos formas distintas de bastardía: el primero busca a su padre para exigirle sus derechos; el segundo, que lo conoce y lo odia, se reencuentra con él para matarlo. Asociado a esta búsqueda del padre estaría el subtema del descenso al mundo de los muertos que protagoniza Juan Preciado, aunque, de hecho, como hemos planteado más arriba, en su descenso puede entreverse una doble finalidad: ¿busca al padre o quiere sentirse más cerca de la madre? En cualquier caso, en su figura antiheroica parecen resonar, salvando las distancias, ecos remotos de otros exploradores del más allá; por ejemplo, de Ulises, que habla en el Hades con su madre, Anticlea, y de Eneas, que se reencuentra con la sombra de su padre, Anquises (Juan Preciado no regresa al mundo de los vivos, al contrario que esos personajes míticos). En cuanto al propio Pedro Páramo en relación a su padre, Lucas Páramo, representa al hijo que venga exhaustivamente el asesinato de su padre siguiendo el viejo precepto revanchista de que quien a hierro mata a hierro tiene que morir. Caso distinto es el de Miguel Páramo, éste sí reconocido y bendecido por su padre, acaso porque se parece a él en su instinto violento y en su faceta de burlador de mujeres, sean ancianas (Damiana Cisneros) o jóvenes (Ana Rentería). Su muerte prematura por accidente representa para Pedro Páramo un duro golpe pero no una circunstancia que le lleve al arrepentimiento o a un cambio de conducta. Al fin y al cabo, no debemos olvidar dos cosas: la primera, que, recién nacido Miguel, Rentería se lo lleva a Pedro Páramo (“Don Pedro, la mamá murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene”), la reacción más inmediata del cacique es rechazarlo, devolverlo a quien se lo ofrece; la segunda, que, cuando se entera de que su hijo ha muerto, antes de lamentarlo quiere saber quién lo ha matado para vengarse. En las dos circunstancias se pone de manifiesto el verdadero ser de Pedro Páramo: es un depredador, no un padre amante de sus hijos.
Si los hijos varones parecen buscar al padre, en los personajes femeninos de la obra, al menos en los más destacados, funciona un sentimiento distinto: buscan un hijo más que un marido. Llama la atención que abunden las mujeres que añoran la existencia de un hijo soñado o no tenido, como Eduviges, Dorotea, Justina y Damiana, todas ellas con vocación de madres vicarias de quienes tienen más a mano, sean hombres o mujeres. Frente a ellas sorprende el espíritu puro que representa Susana San Salvador, que no parece criatura del mundo material como reconoce Pedro Páramo, y quizás por esa misma espiritualidad no parece añorar ni sentir la falta de un hijo sino que se recrea y se sacia hasta el éxtasis con Florencio, una figura masculina nacida de su imaginación y a la que Pedro Páramo no podrá nunca vencer (los fantasmas alentados por el deseo insatisfecho son imbatibles).
La identidad caciquil de Pedro Páramo recuerda la de los caudillos latinoamericanos, tan frecuentes en la literatura de aquellos países. Ejerce una poderosa atracción entre sus subordinados, sean hombres o mujeres, a quienes doblega, manipula y utiliza sin compasión. Su capataz, Fulgor Sedano, que desconfiaba de él (no creía que pudiera inspirar miedo ni respeto) y había pensado que la hacienda se hundiría a la muerte del patriarca Lucas, no tardó en rendirle su admiración al comprobar su pétrea voluntad de dominio (Pedro Páramo no necesitaba dar explicaciones para ser obedecido). Lo mismo pasa con el abogado, Gerardo, que, fascinado por la impenetrabilidad de su patrón, renuncia a marcharse de Comala y acepta seguir trapicheando y lavando los trapos sucios de los Páramo.
Otro caso de subordinación al cacique lo encarna el padre Rentería a pesar de que Miguel Páramo le matara a un hermano y violara a una sobrina suya. Rentería perdona los pecados de los poderosos pero no es capaz de darle una absolución y una esperanza a Dorotea cuando se confiesa de haber sido la alcahueta de Miguel Páramo. Sin embargo, es un personaje atormentado que tampoco consigue ser absuelto de sus pecados de encubrimiento. El papel de Rentería en la obra nos lleva a pensar en la interesada colaboración de la Iglesia con los poderosos y en el triste y servil papel de algunos de sus miembros, pero cuando se echa al monte para participar en el alzamiento de los cristeros (un movimiento populista, reaccionario y contrario al laicismo del Estado) parece inclinado a cambiar de rumbo y a romper las amarras con que lo ataba Páramo.
En cuanto a Damasio Tilcuate, matón al servicio del cacique, su intervención contribuye a hacer más visible el trasfondo político (la Revolución mexicana) en el que transcurre parte de la obra. Siguiendo las órdenes de su patrón, encabeza un pelotón de sublevados para manipularlos y ponerlos al servicio de los poderosos. Es decir, representa la revolución traicionada sobre las cuales se asienta la historia política del país.
Otra línea del argumento, nutrida de las creencias religiosas católicas pero también de tradiciones ancestrales de la cultura mexicana, la tendríamos en la presencia de las ánimas en pena que pululan por Comala, condenadas al desasosiego por no haber purgado debidamente sus faltas mientras vivían. Tienen una conciencia tan fuerte del pecado que les lleva a decir, como a la hermana de Donis, que el pecado mancha la cara y mancha el alma (“¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de jiote que me llenan de arriba abajo? Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo”).
Pero, en fin, si tuviéramos que mencionar uno solo de los temas preponderantes de la novela, sin desmerecer los otros de los que venimos hablando, quizás podríamos hablar del desengaño, de tanto arraigo en la literatura clásica española, y en ese sentido podríamos recurrir una vez más al propio texto, concretamente a una parte del diálogo entre Juan Preciado y Dorotea.
“¿Qué viniste a hacer aquí?”, le pregunta Dorotea. “Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión”, contesta Juan Preciado. “¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, sino una ilusión más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo”, replica Dorotea. Y a poco que repasemos uno por uno a los personajes veremos que todos han sido víctimas de su personal ilusión, empezando por Dolores Preciado, la madre de Juan, quien, pobre, al saber por mediación de Fulgor Sedano que Pedro Páramo quería casarse con ella, se había dicho a sí misma: “¡Qué felicidad! ¡Oh qué felicidad! Gracias, Dios, por darme a don Pedro. […] Aunque después me aborrezca”. Claro que eso lo había pensado antes de desengañarse, antes de descubrir la despiada condición de Pedro Páramo y las verdaderas razones (económicas) que lo empujaron a casarse con ella. Es decir, demasiado tarde, como ocurre con frecuencia cuando sobreviene el desengaño y ya no hay tiempo para enmendar los errores ni la oportunidad de volver atrás. Y es que ilusión es uno de los nombres que le damos a la capacidad de autoengaño. Rulfo no quería aleccionar, sin duda; eso hubiera sido demasiado primario y hubiera restado mérito a su obra. Además, nadie escarmienta en cabeza ajena; cada uno necesita escoger las ilusiones con las que mejor puede confortarse hasta que encuentren su cauce o su vacío, quién sabe. Sin embargo, ahí quedan la historia de Comala y el desengaño de Juan Preciado (y de otros personajes), que quiere marcharse del lugar a poco de haber llegado. Igual que quedan el paisaje desolado del entorno y, como una maldición bíblica, su escueta descripción: “Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas”.
En definitiva, Rulfo consiguió con esta novela darnos el alma doliente de México y el lector, con el ánimo sobrecogido, se lo agradece cada vez que vuelve a leerla.
F. Gallardo
[Procedencia de las ilustraciones: todas las fotos en blanco y negro, menos la primera, tomada de la Enciclopedia Británica, son obra del propio Juan Rulfo; las dos pinturas (ilustraciones número 5 y 7) pertenecen a Antonio López; en cuanto a la ilustración número 3, cuyo autor es Basilio Sainz, corresponde a Sarnago, un pueblo de Soria.]