Cien años de los Campos

Cien años de los Campos de Castilla

Estos días azules y este sol de la infancia.

(El último verso escrito por Antonio Machado poco antes de morir.)

 El pasado sábado, 29 de septiembre de 2012, en el Babelia, el suplemento cultural del diario El País, el novelista Manuel Vicent, en una semblanza dedicada a Corpus Barga, uno de los más grandes escritores españoles del exilio republicano, recordaba el momento en que, el 26 de enero de 1939, el mismo día de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona, Antonio Machado, acompañado de su madre, de su hermano José y de un grupo de amigos (entre los que se encontraban los poetas Carles Riba y Clementina Arderiu), cruza la frontera hispano-francesa, bajo la lluvia, “entre la riada de españoles derrotados que arrastraban carretas con colchones y enseres de mínima subsistencia”. Después de calificar de “eficiente samaritano” a Corpus Barga por haber ayudado fraternalmente a Antonio Machado en circunstancias tan dolorosas, escribe Vicent: “A los gendarmes que les detuvieron en la frontera, Corpus Barga les explicó quién era aquel anciano. “Es nuestro Paul Valéry”, les dijo. A continuación se encargó de agilizar los papeles con llamadas a París. Pasaron una noche en un vagón en vía muerta en la estación de Cerbère. A instancia de Corpus Barga la Embajada de la República en París quiso hacerse cargo de todos los gastos, pero Machado” y sus familiares “prefirieron quedarse en Collioure, en una pensión donde el poeta y su madre, una viejecita casi agonizante, tuvieron que dormir varios días en la misma cama.” Y allí, poco después, como consecuencia de una congestión pulmonar, moriría Antonio Machado el 22 de febrero.

Esta evocación me ha llevado a pensar una vez más en don Antonio Machado, en la pensión Bougnol-Quintana de Collioure, en el cementerio junto al mar y en las veces en que, desde 1983 y durante diecisiete años consecutivos, los alumnos de COU de nuestro instituto viajaron a ese pueblecito francés para rendir homenaje al poeta muerto en el exilio, dejar un ramo de claveles rojos sobre su tumba y leer, emocionados, algunos de sus poemas. La tradición la inició nuestro recordado don Antonio Segarra, notable machadiano, y la continuaron otros profesores de nuestro centro. La figura de Machado llegó a ser tan entrañable para muchos alumnos que durante siete años fue necesario desdoblar el homenaje en dos excursiones: una hacia Collioure, allá por los finales de febrero, y otra, con la llegada de la primavera, hacia Soria y los campos de Castilla.

Si él, al cabo, nada nos debe, es, en cambio, mucho lo que nosotros le debemos a Machado —todo cuanto escribió. Por eso no estaría mal que nos acordáramos ahora, antes de que acabe este año, de que hace cien, en la primavera de 1912, fue publicada la primera versión de su libro Campos de Castilla, que tanto llegaría a significar cultural y vitalmente para muchos de sus lectores, sobre todo a partir de su segunda edición, la de 1917.

Antonio Machado llega a Soria para ejercer como profesor de francés en el instituto de la ciudad en 1907, poco después de haber publicado Soledades. Galerías. Otros poemas, una edición ampliada de Soledades, su primer libro. Allí se casa con Leonor Izquierdo y allí vive, enseña y escribe los poemas de la primera edición de Campos de Castilla, el libro que, literalmente, le salvaría del suicidio.

En abril de 1912, con Leonor ya gravemente enferma de tuberculosis y pensando en ella, Machado escribe “A un olmo seco”, poema que recogería en la segunda edición de los Campos de Castilla (1917):

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Como sabemos, ese otro milagro de la primavera no llegó a producirse: Leonor murió el 1 de agosto de 1912. A finales de ese año, cuando Machado ya vive en Baeza (Jaén), adonde se ha ido para tratar de sobrellevar el dolor y la tristeza que la muerte de su amada le produjo, le escribe a Juan Ramón Jiménez: “Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro. El éxito de mi libro me salvó, y no por vanidad, ¡bien lo sabe Dios!, sino porque pensé que si había en mí una fuerza útil, no tenía derecho a aniquilarla.”

Ahora, cien años después de esa resurrección, con motivo (aunque no se necesiten motivos de este tipo) del primer centenario de los Campos de Castilla, podemos —debemos— agradecerle a Machado esa fuerza vital, el aliento que le llevó a seguir viviendo y a escribir nuevos poemas (para las sucesivas ediciones de las Poesías completas) y espléndidos ensayos (Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo). Muchas instituciones y particulares así lo han hecho.

En algunos periódicos, por ejemplo, se ha recordado a lo largo de este año el evento, es verdad. En El Periódico de Catalunya, Ian Gibson (“Cien años de Campos de Castilla“) proponía muy oportunamente “la reconsideración de toda la obra machadiana” aprovechando la ocasión de la efemérides; en La Vanguardia se recuperaba la reseña de Campos de Castilla que publicó Bernardo G. del Cándamo el 30 de junio de 1912 en sus páginas; en El País (25 de mayo de 2012), Javier Rodríguez Marco escribía el reportaje “Estos versos salvaron la vida a Machado” (de donde hemos tomado la referencia a la carta dirigida a Juan Ramón Jiménez), y para acabar, también en La Vanguardia, aunque en un contexto diferente al de la conmemoración del centenario, pudimos leer la detallada evocación  “El último viaje de Machado”, de Josep Playà (6 de agosto de 2012), sobre los últimos días de Machado.

… ¿Y nosotros?, ¿cómo podemos agradecerle nosotros a Machado sus versos?, se preguntará algún alumno. Muy sencillo: leyéndolos, y si además escribimos aquí un comentario, por breve que sea, sobre lo que nos han parecido, sobre los que más nos han interesado o sobre lo que pensamos de Machado, tanto mejor.